El hecho de que la Vuelta Ciclista pase por Los Alcornocales es un privilegio. Pero no para los que hemos ido a verla pasar por all, no. Ni para el mismo parque ni la provincia. Ni mucho menos. Sino para el pelotón. Y para la caravana que lo acompaña. Es cierto que todavía hoy estamos en agosto, que la hojarasca está seca y que el bosque aún no muestra sus imágenes más bellas. El verde oscuro de los alcornoques, el dorado viejo de los pastos y el marrón rojizo de las areniscas con dificultad evocan el frescor de otras latitudes. Es cierto también que la competición no permite recrearse con ojos de cicloturista, que quienes los acompañan motorizados van ocupados con la seguridad, el reportaje, el cronómetro, las tácticas, las averías. Pero, a pesar de todo, recorrer el sinuoso trazado de las carreteras que se adentran en el bosque más sureño del continente merece la pena. Deslizarse bajo el túnel que forma su arboleda resulta sugestivo.
Hoy pasaron por allí los corredores con su comitiva, poco a poco, espaciados, sin ruido ni estridencias, como respetando a sus habitantes que a esa hora sesteaban. Los escapados rodaban concentrados en aumentar su diferencia. Unos minutos más tarde el pelotón marchaba más relajado, pero sin dar por perdida la posibilidad de alcanzar a los de delante.
Y mientras, por Algeciras, el fuego se iba comiendo el Sendero de los Prisioneros.
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